Michoacán: la guerra que nunca terminó. Ni Calderón, ni Peña Nieto, ni López Obrador, ni ahora Sheinbaum han logrado devolver la paz. Los cárteles siguen decidiendo quién gobierna.
Nuestra Opinión
Han pasado casi dos décadas desde que Felipe Calderón declaró la “guerra contra el narcotráfico” desde Michoacán, y el saldo sigue siendo una herida abierta: 122 alcaldes asesinados en todo el país desde 2006, 18 de ellos en esa misma tierra donde comenzó la ofensiva federal. Lo que se suponía sería el inicio de la pacificación nacional terminó por convertirse en un ciclo de violencia sin fin, donde el crimen organizado gobierna desde las sombras y el Estado apenas intenta reaccionar.
Hoy, Claudia Sheinbaum anuncia el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”, una nueva estrategia para detener la violencia que, sin embargo, suena demasiado familiar. Promesas de coordinación, programas sociales, presencia federal y una lista de intenciones que recuerda a las estrategias de Calderón, Peña Nieto y López Obrador. Cada sexenio promete el fin de la guerra, pero lo único que cambia son los nombres de los muertos.
El reciente asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, vuelve a exponer la profundidad del problema: Michoacán no sólo está tomado por los cárteles, sino que sus estructuras locales de poder están capturadas por ellos. Los grupos criminales no disputan ya el territorio: deciden quién puede gobernar.
Entre 2006 y 2025, Michoacán ha sido el epicentro de esta guerra que nunca termina. Durante el gobierno de Calderón se registraron 4 asesinatos de alcaldes; con Peña Nieto fueron 6; con López Obrador, 5; y en apenas un año del gobierno de Sheinbaum, ya suman 3.
Cada cifra representa un fracaso institucional, una señal de que el poder público sigue arrodillado frente a la impunidad.
El nuevo plan federal incluye un sistema de alerta para alcaldes amenazados, una medida que parece más un parche que una solución estructural. Porque mientras los municipios sigan dependiendo de policías locales infiltradas, presupuestos mínimos y protección ausente, cualquier programa de “paz” será solo una declaración de intenciones.
La violencia política en Michoacán no es un accidente: es el reflejo de un Estado que perdió el control del territorio y lo cedió al crimen.
Si Sheinbaum quiere marcar una diferencia real, no bastará con repetir los errores de sus antecesores. Necesita un plan sostenido, con rendición de cuentas, intervención real en los municipios y protección efectiva para los funcionarios locales.
De lo contrario, Michoacán seguirá siendo el recordatorio más doloroso de que la guerra contra el narco nunca terminó —simplemente cambió de forma.






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