México y su cuarto umbral. En Nuestra Opinión analizamos el riesgo real de una cuarta etapa: la captura del poder público desde dentro.
NUESTRA OPINIÓN
Por décadas, la relación entre el Estado mexicano y el crimen organizado ha transitado por etapas que muchos prefieren no nombrar, pero cuyos efectos vivimos todos los días. Pasamos del sometimiento, a la asociación, y finalmente a una peligrosa subordinación de las autoridades frente a los grupos criminales. Sin embargo, hoy nos encontramos ante un umbral mucho más grave: la posibilidad real de que estos grupos ya no solo infiltren al gobierno… sino que busquen convertirse en el gobierno.
Durante el viejo régimen priista, el crimen operaba bajo la tutela del Estado. Nadie era santo, pero las reglas estaban claras: el poder político decidía, el crimen acataba. Después, en los años ochenta y noventa, llegó la segunda etapa: la asociación. El Estado dejó de controlar y empezó a colaborar. Se creó una maquinaria binacional de tráfico, protección, lavado y corrupción que solo fue posible gracias a acuerdos tácitos entre criminales y funcionarios.
La tercera etapa —la que López Obrador llevó a su punto más alto— eliminó cualquier difuminación: los criminales dejaron de ser socios para convertirse en jefes. Gobernadores, alcaldes, diputados, funcionarios de seguridad y hasta operadores electorales han sido subordinados por la intimidación, el dinero o la lealtad construida desde la complicidad.
Pero el verdadero riesgo no está ahí.
El problema mayor es el que casi nadie quiere advertir en voz alta: ¿y si los grupos criminales ya no buscan influir en el Estado, sino capturarlo por completo?
Hoy ya no se trata solo de territorios “calientes”, de policías cooptadas o de candidatos impuestos. Se trata de algo más preocupante: el crimen organizado aprendió que la legitimidad democrática es más rentable que la clandestinidad. Y que la hegemonía es más estable cuando se ejerce con el aval de la ley.
La línea entre un Estado frágil y un Estado capturado es delgada. Y México, lamentablemente, parece caminar hacia ella.
No hablamos de un futuro distópico. Hablamos de un proceso en marcha, uno donde la política se vuelve rehén de intereses criminales, las campañas se deciden por pactos subterráneos y las instituciones se vuelven cascarones que legitiman decisiones que no se tomaron en sus oficinas, sino en ranchos, bodegas o fincas custodiadas por hombres armados.
Lo que está en juego ya no es la seguridad.
Es la democracia misma.
Es la capacidad del gobierno para gobernar… sin permiso de quienes hoy administran territorios, economías paralelas y hasta la vida cotidiana de millones de mexicanos.
México se encuentra frente a una pregunta incómoda, quizá la más incómoda de su historia reciente:
¿Estamos entrando en una cuarta etapa en la que el crimen organizado deje de operar desde la sombra para ejercer el poder desde el propio Estado?
Negarlo sería irresponsable. Ignorarlo, imperdonable.
Y callarlo, una forma de complicidad.






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