Pasar un fin de semana en un hotel se ha convertido en una fantasía recurrente para mí y mis amigas madres. Sin embargo, en contraste con hace dos décadas, nuestras aspiraciones no giran en torno a deseos carnales, sino al simple anhelo de dormir profundamente. La idea de un sueño ininterrumpido se presenta como el mayor tesoro deseado: almohadas mullidas, sábanas de algodón egipcio y la promesa de horas de silencio absoluto y oscuridad reconfortante.
Tras meses, e incluso años para algunos, de privación de sueño debido a la maternidad, la búsqueda de descanso se asemeja a una odisea. Ya sea por la escasez de horas dormidas o el sueño interrumpido, la falta de descanso se convierte en un desafío para la salud mental.
En este contexto, acepté un viaje de Nueva York a Chicago por trabajo con la motivación principal de poder dormir. La experiencia me llevó a reflexionar sobre la importancia del autocuidado para los padres, quienes a menudo se sienten culpables por tomarse un respiro. A pesar de los temores y la autolimitación impuesta, el trabajo me brindó la oportunidad de concederme un descanso necesario.
La noche en el hotel representó mi primera separación de mis hijas en años. Aunque podría haber aprovechado la oportunidad para salir, la prioridad era dormir. Después de una cena formal, me refugié en la habitación del hotel, disfrutando de un sueño profundo y reparador.
El descanso, tanto físico como mental, es esencial para los padres, aunque a menudo se perciba como un lujo. En lugar de sentirse culpables por tomarse un tiempo para sí mismos, los padres deben reconocer la importancia de recargar energías para cuidar mejor a sus hijos. Este descanso puede adoptar diversas formas y duraciones, pero su impacto en el bienestar familiar es innegable.
En última instancia, cuidar de uno mismo no solo es un derecho, sino una necesidad fundamental que merece ser priorizada. Los momentos de descanso y desconexión nos recuerdan la alegría del reencuentro y fortalecen los lazos familiares.







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